Empezando con la buena literatura y la música chilena, po.
Estructura:
1. “De un azul purísimo” del libro “Paris Personal” - Marco García Falcón. (3’’)
En ese momento Francois manejaba su auto. Era el modesto Renault azul del año 79 que tenía desde antes de conocer a Tino Falacci, y no uno de los muchos regalos que este le daba para retenerlo o intentar reconciliarse después de una pelea. Esta vez, al parecer, no habría otra oportunidad: ya estaba harto de las humillaciones. Además, si tenía suerte, podía encontrar a la bella Albertine – su anterior pareja- y rehacer su vida con ella. En la casetera se escuchaba la voz de Edith Piaf, la voz brillante y trémula de Edith Piaf en Non, je ne regrette rien.
Al fondo, borroneaba por el flujo incesante de la lluvia, divisó una silueta fosforescente que agitaba una mano. Iba a pasarse de largo, pero al ver al chico chorreante de lluvia, se recordó en una situación similar. Detuvo el auto y bajó un poco la ventanilla. ¿Adónde vas?, le preguntó. A París, contestó el chico cuyas palabras de acento extranjero casi se diluían en el agua. Francois le abrió la puerta e Ivo subió con cuidado, temiendo mojar el asiento. No te preocupes, lo alentó Francois, no creo que vayas a inundar el auto. Ivo sonrió más calmado y se quitó el impermeable amarillo, el auto retomaba la marcha progresivamente. Se puede conocer toda Francia en autostop, dijo Francois colocando el impermeable en la parte trasera, yo mismo lo he hecho alguna vez, pero con este tiempo uno no se detiene ni por su madre. ¿Qué hacías allí? Es una historia larga, contestó Ivo, mi jefe me necesita en el trabajo a primera hora. Ah, los jefes, la gente con dinero, toda esa miseria, se lamentó Francois y le ofreció una botella de vino barato de la que había estado bebiendo. Ivo no tenía ganas de tomar vino pero bebió unos sorbos para no desairarlo ¿qué es lo que suena? ¿Edith Piaf? Si, el pequeño gorrión, asintió Francois. Es curioso, dijo Ivo, a mi me gusta mucho Edith Piaf y cuando llegué a Paris pensé que todo el mundo la escuchaba, pero en los ocho meses que llevo por aquí usted es la primera persona que veo que lo hace. Es maravillosa, dijo Francois abstraído en algún recuerdo, y subió el volumen de la radio. Se quedaron callados mientras la voz potente de Edith Piaf ocupaba el fragor de la lluvia, iluminaba el auto y se alargaba hasta alcanzar reverberaciones centelleantes. Quizá esa magia mezclada con el alcohol fue lo que adormeció a Francois, o lo excitó y lo movió a acariciar con ansiedad la pierna de un Ivo que se sorprendía y lo rechazaba de un rápido, desesperado movimiento de mano, no tenemos cómo saberlo. Lo cierto es que algo le impidió a Francois ver a tiempo el camión enorme que se cruzaba en la curva con todas las luces encendidas, atronando un silbato ensordecedor, y lo hizo voltear bruscamente hacia una mancha oscura de árboles.
El camión siguió su camino sin detenerse. El capó del auto se partió en dos. La melodía se cortó con el impacto. Ahora ya solo se escuchaba la lluvia crepitando entre los árboles negros, ocultando el estertor de las respiraciones que se apagaban. Y el agua que se filtraba por los vidrios astillados no alcanzaba a lavar por completo la sangre de los cuerpos, sino únicamente la de los rostros: los rostros de ojos abiertos.
Los bunkers - Dulce Final (3''46)
2. Tokyo blues – Haruki Murakami (3’’10)
A mí no me gustaba demasiado acotarme con desconocidas. Era una forma cómoda de satisfacer el deseo sexual y, además, disfrutaba, abrazando a una chica, acariciándola. Lo que odiaba era la mañana siguiente. Al despertarme, encontraba a una desconocida durmiendo a mi lado, con la habitación apestando a alcohol y la nota chillona característica de los love hotels sobre la cama, en las lamparitas, en las cortinas, en todas partes, y sentía la cabeza embotada por la resaca. Al rato, la chica se despertaba y buscaba la ropa interior por la habitación. Luego, mientras se ponía las medias, decía: “¿Tomaste precauciones? Porque estaba en el día del mes más peligroso…” Después se dirigía al espejo y, rezongando que le dolía la cabeza o que el maquillaje no lo arreglaba aquella mañana, se pintaba los labios y se ponía las pestañas postizas. Lo odiaba. Hubiese preferido no quedarme hasta la mañana siguiente, pero no podía cortejar a una chica pensando que cerraban la residencia a las doce de la noche (era humanamente imposible) así que pedía permiso para pernoctar fuera. Y entonces tenía que quedarme en el hotel hasta la mañana siguiente y volvía a la residencia lleno de odio hacia mí mismo, odio y desilusión, cegado por la luz de la mañana, con la boca negra, como si la cabeza perteneciera a otra persona.
Interrogue a Nagasawa tras acostarme con tres o cuatro chicas. ¿No se sentía vacio tras haber hecho aquello setenta veces?
- ¿Qué te sientas vacío demuestra que eres un hombre decente. Esto es algo positivo –dijo- No ganas nada acostándote con desconocidas. Solo consigues cansarte y odiarte a ti mismo. A mí también me pasa.
- ¿Y por qué no dejas de hacerlo?
- Me cuesta explicarlo. Se parece a lo que Dostoievski escribió sobre el juego. Es decir, cuando a tu alrededor todo son oportunidades, es muy difícil pasar de largo sin aprovecharlas, ¿entiendes?
- Mas o menos – afirmé
- Se pone el sol. Las chicas salen, dan una vuelta, beben. Quieren algo, y yo puedo dárselo. Es algo tan sencillo como abrir el grifo y beber agua. Eso es lo que ellas esperan. Pues bien, las posibilidades están al alcance de la mano. ¿Debo dejarlas escapar? Tengo el talento y las circunstancias idóneas para valerme de él. ¿Tengo que cerrar la boca y pasar de largo?
- No lo sé. Nunca me he encontrado en esta situación.
Su afición a las mujeres había sido el motivo por el que Nagasawa, que pertenecía a una familia pudiente, había llegado a la residencia. El padre, temiendo que, si vivía sólo, se pasará el día corriendo detrás de las faldas, el exigió que estuviera los cuatro años en la residencia. A Nagasawa le daba igual porque allí vivía a su aire, haciendo caso omiso de las normas. Cuando le apetecía, sacaba un pase de pernoctación y salía a ligar o pasaba la noche en el apartamento de su novia. Conseguir ese permiso no era fácil, pero, por lo visto, Nagasawa tenía paso directo, y yo, si él lo pedía, también.
Los tetas - Chica electrica (5''26)
3. El guardián entre el centeno – J. D. Salinger (2’’45)
Al rato de sentarme empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé unos pasos y me puse a bailar tap para pasar el rato. Lo hacía sólo por divertirme un poco. No tengo ni idea de tap, pero en los lavabos había un suelo de piedra que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a uno de esos que salen en las películas musicales. Odio el cine con verdadera pasión, pero me encanta imitar a los artistas. Stradlater me miraba a través del espejo mientras se afeitaba y yo lo único que necesito es público. Soy un exhibicionista nato.
- Soy el hijo del gobernador- le dije mientras zapateaba como un loco por todo el cuarto-. Mi padre no quiere que me dedique a bailar. Quiere que vaya a Oxford. Pero yo llevo el baile en la sangre.
Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable.
- Es la noche del extremo de la Revista Ziegfeld - me estaba quedando casi sin aliento. No podía ni respirar-. El primer bailarín no podía salir a escena. Tiene una borrachera monumental. ¿A quién llaman para reemplazarle? A mí. Al hijo del gobernador.
- ¿De dónde has sacado eso? – dijo Stradlater. Se refería a mi gorra de caza. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba.
Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el tonto. Me quité la gorra y la miré por milésima vez.
- Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. ¿Te gusta?
Stradlater afirmó con la cabeza
- Esta muy bien.
Lo dijo sólo para darme el gusto porque a renglón seguido me preguntó; - ¿Vas a hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo.
- Si me sobra el tiempo la haré. Si no, no.
Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo.
- ¿Con quién sale hoy? ¿con la Fitzgerald?
- ¡No fastidies! Ya ye he dicho que he roto con esa cerda.
- ¿Ah sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo.
- Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti.
De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer al ganso, se me ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio Nelson, una llave de lucha libre que consiste en agarrar al otro tipo por el cuello con un brazo y apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me lancé sobre él como una pantera.
- ¡No jorobes, Holden! –dijo Stradlater. No tenía ganas de bromas porque estaba afeitándose-. ¿Quieres que me corte la cabeza o qué?
Pero no lo solté. Le tenía bien agarrado.
- ¿A qué no te libras de mi brazo de hierro? – le dije.
- ¿Mira que eres pesado?
Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me olbigó a soltarle. Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil.
- ¡A ver si ya dejas de jorobar! – dijo
Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para estar guapísimo. Y con la misma cuchilla asquerosa.
Glup - Asi es la vida (3''24)